martes, 18 de noviembre de 2008

Los animales y el circulo de la moral

En este artículo se plantea un problema filosófico. Es un problema que todos ustedes se han planteado, a buen seguro, en muchas ocasiones, y del que los filósofos se llevan ocupando desde los orígenes mismos de la filosofía. Si lográramos comprender bien este problema, y solucionarlo, muchas de las injusticias que tienen lugar en nuestro mundo desaparecerían.

El problema filosófico al que me refiero es el siguiente. Desde que el homo sapiens sapiens existe en este planeta, en todas las épocas y en todas las culturas se da una clase de personas, afortunadamente pocas, cuyo comportamiento hacia los demás está dirigido exclusivamente por el más puro egoísmo; personas que consideran a todos los seres humanos y a todos los seres vivos meros instrumentos a su servicio, a los que usan y de los que abusan a su antojo, a los que dominan, explotan, maltratan y destruyen. Son personas capaces de hacer daño a cualquiera que se cruce en su camino, ya sea para conseguir sus objetivos o por simple placer, sin que después los perturbe el menor remordimiento. Tales sujetos son a veces criminales, mercenarios en algún ejército, pero también pueden ser nuestros vecinos, gente de apariencia normal, de la calle, que son sistemáticamente malos amigos, padres tiránicos, pésimos compañeros de trabajo.

Existe otra clase de personas, también escasa, que tiene el comportamiento contrario: intentan ser justas, o incluso más aún, intentan ser buenas y generosas con todo aquél que se encuentran a lo largo de su vida. Se esfuerzan por ser buenos padres o madres de familia, fieles amigos, compañeros en los que confiar, vecinos amables, ciudadanos responsables, ecologistas convencidos, rescatadores de animales abandonados. Son personas que se alegran con las alegrías de los demás y a las que entristecen los problemas ajenos, para los que siempre están dispuestos a ayudar en la búsqueda de una solución.

Estas dos clases de personas, ambas minoritarias, se sitúan en los dos extremos del espectro. Entre estas dos clases nos encontramos todos los demás, la mayoría de nosotros, la inmensa mayoría de los homo sapiens sapiens que se vienen sucediendo en este planeta desde hace ciento cincuenta mil años.

Lo que nos define moralmente a esta amplia mayoría, es que tenemos un
comportamiento contradictorio, paradójico: con algunas personas y a menudo
también con algunos animales somos justos y buenos, nos preocupamos por
ellos, los protegemos, los cuidamos si están enfermos, mantenemos las
promesas que les hemos hecho, pero en cambio, al mismo tiempo, y sin que
nuestra identidad se desmorone o nuestra racionalidad se derrumbe ante
tamaña contradicción, podemos ser injustos, crueles, viles y despiadados con
el resto de seres que pueblan el planeta. Podemos comprar para nuestros
hijos juguetes fabricados por niños en condiciones de esclavitud, podemos
comprar productos de belleza que han costado el sufrimiento y la muerte a
miles de animales, desentendernos de la más que probable extinción de 15.000
especies o despreciar a un África que día tras día se hunde un poco más en
el abismo del olvido. Y ser a la vez el doctor Jekyll y Mister Hide en
nuestra vida cotidiana ni nos quita el sueño por las noches ni nos hace
pensar siquiera que tenemos un grave problema.

Y éste es el problema filosófico que quiero plantearles hoy aquí: ¿cómo
puede una misma persona cuidar de sus hijos con toda dedicación, conmoverse
por el sufrimiento de un amigo, donar parte de su sueldo a *médicos sin
fronteras*, y a la vez, tolerar el dolor más atroz de otros, o incluso
despreciar a esos otros que sufren, o incluso alegrarse por ello?

Esa contradicción se da en una variedad infinita de formas y grados, y
encontraríamos los ejemplos más diversos. Cada persona tiene su *círculo
moral*: los que pertenecen a él son los suyos, aquellos que le preocupan y a
los que está dispuesto a cuidar. Los que se encuentran fuera de ese círculo,
en cambio, no merecen la menor atención, o aún peor, son tan despreciables
que se merecen ser explotados, esclavizados y destruidos. Esos círculos
pueden ser de muchos tipos y de muchos tamaños, y cada cual tiene sus
criterios para decidir quién está dentro y quién fuera. Para muchas personas
pertenecen a su círculo los miembros de su nación o su raza, y el inmenso
resto de la humanidad no tiene la menor oportunidad de entrar. En la
Alemania nazi, un ciudadano alemán podía ser un buen padre de familia,
excelente vecino, y trabajar en un campo de concentración maltratando
sistemáticamente a los prisioneros. En nuestra sociedad actual, un médico
puede dedicar seis días a la semana a salvar vidas de pacientes cuya suerte
le conmueve, puede ser pacifista y progresista, un marido sincero y un padre
comprensivo, incluso encariñarse con los perros de sus hijos, y al mismo
tiempo, cada mañana de domingo, coger la escopeta con sus amigos y salir a
cazar.

Existen infinitos casos y pueden ser muy distintos, pero la contradicción es
la misma en todos ellos. ¿Cómo es posible ser a la vez justo e injusto?
¿Cómo es posible ser por la mañana un amigo comprensivo y a las cinco de la
tarde convertirse en un torturador de toros? ¿Por qué nos afecta el
sufrimiento de algunos seres hasta rompernos el corazón, y en cambio el
dolor de otros nos deja fríos, lo olvidamos al instante, o incluso
disfrutamos con él? ¿No es como si nuestra capacidad moral sufriera una
terrible esquizofrenia? Tenemos un abismo en nuestro interior que separa lo
mejor y lo peor de nosotros, y en cada uno de nuestros días somos capaces de
saltar alegremente de uno a otro lado sin percibir la profundidad de nuestro
vacío.

Este es el gran problema de la filosofía moral. Las personas que aceptan el
maltrato de animales en la industria de alimentación, en la experimentació n
o en las fiestas populares, o las personas que lo practican ellas mismas o
que disfrutan con ello, no son seres malvados de los pies a la cabeza. Saben
lo que es la justicia, la bondad y la responsabilidad, y las practican con
otros. Pero no son capaces de incluir a esos animales en su círculo moral.
Igual que los racistas o los sexistas no incluyen a algunas personas.

Esto también nos permite ver algo importante. La cuestión moral de la
protección de los animales no es una cuestión secundaria, marginal para la
filosofía o para la sociedad. Sino que los problemas filosóficos que implica
son los mismos de la filosofía moral en general. Que maltratemos a animales
se parece mucho a que maltratemos humanos. La razón de que lo hagamos es
exactamente la misma.

Los filósofos han desarrollado teorías muy complejas para resolver el
problema del círculo moral, pero no les voy a hablar de ninguno de ellos,
porque creo que la mejor explicación de este fenómeno no la dio un filósofo,
sino un naturalista: Charles Darwin.

*II*
No sé si han leído a Darwin. No suele formar parte de los planes de estudio
de ninguna asignatura, ni en la educación secundaria ni en la universitaria.
La comunidad científica considera correcta su teoría de la evolución y
continúa trabajando en ella; toda persona culta sabe que las especies no
fueron creadas tal como hoy las conocemos, sino que son el resultado de un
proceso evolutivo; sabe que todas las especies están emparentadas y
comparten un mismo origen, y que eso incluye nuestra propia especie. Pero la
mayoría jamás ha leído los textos de Darwin ni sabe con exactitud qué es lo
que dicen. Y esa ignorancia resulta sorprendente, dado que Darwin fue el
primer científico capaz de responder a la pregunta *¿de dónde
venimos?*Parece que ese sería un motivo para que la obra de Darwin
encabezara todas las listas de lecturas, y sin embargo no es así. Probablemente, la gente no tiene el menor interés en saber de dónde venimos, o prefiere positivamente
no saberlo.

Y si la mayoría de personas desconocen la teoría científica de Darwin, menos
saben aún que, una vez Darwin hubo formulado esa teoría científica,
publicada en el libro *El origen de las especies* el año 1859, se ocupó de
pensar las implicaciones morales de su descubrimiento y de formular una
filosofía moral. Darwin dedicó mucho tiempo a leer a los grandes filósofos
morales, sobre todo a Hume y a Kant, y a formular su propia teoría moral. La
publicó en 1871 en un libro que lleva por título *El origen del hombre*, y
que debería ser de lectura obligada en todas las escuelas.

Es en ese libro donde Darwin propuso la expresión que yo he venido usando
hasta ahora del *círculo de la moral*, y donde nos ofreció una explicación
de por qué nuestras actitudes morales están encerradas en un círculo, y se
basan en a quién incluimos y a quién excluimos. La explicación de Darwin,
sintetizada, es la siguiente. La moral no es algo eterno, existente por sí
mismo, que ya existiera en este planeta antes de la llegada de los seres
humanos. La moral tal como nosotros la entendemos, la bondad, la justicia,
todo eso nació con la especie humana, es un producto evolutivo, se
desarrolló como se desarrollaron nuestras manos, nuestra posición erguida,
la inteligencia o el lenguaje. Se desarrolló como una estrategia de
supervivencia, una forma de vivir y de convivir mejor.

La moral humana se desarrolló cuando el ser humano todavía estaba emergiendo
de la animalidad y convirtiéndose en lo que hoy es. Nació a la vez que se
desarrollaba la inteligencia, el lenguaje, se aprendía a hacer instrumentos
de caza, se decoraban las cuevas con pinturas o se enterraba a los muertos.
Fue entonces cuando el ser humano comenzó a desarrollar las nociones de
justicia, responsabilidad, los sentimientos morales como la culpa y el
perdón, la simpatía o la compasión. Fue entonces cuando el ser humano
aprendió a ser altruista, a compartir la comida, a ayudar a los demás, a
cuidar de los enfermos, adoptar niños huérfanos.

Pero en aquel momento en que nació la moral humana, los seres humanos vivían
en tribus, en grupos familiares de entre 15 y 30 personas que compartían un
mismo hogar, la actividad de la caza y la recolección, y el cuidado de los
hijos. Esas personas se ayudaban en todo porque eso hacía su vida más
segura, más confortable y más placentera. Cada miembro de la tribu daría su
vida por los demás, cuidaba de ellos, les era fiel. En esa tribu entraba su
familia, quizás también parientes lejanos, a veces otros humanos con los que
no tenía vínculos de sangre pero con los que había creado una relación de
amistad. E incluso algunos animales de compañía, perros, o algún otro animal
adoptado de cachorro. Pero su moral se acababa con los límites de la tribu,
tenía el mismo tamaño que su tribu. Quienes no formaban parte del grupo, del
círculo, podían ser maltratados, torturados, esclavizados, sin que ello
causara el menor remordimiento.

Dentro del círculo se tejen fuertes lazos de responsabilidad moral. Cada
cual se siente responsable de los otros, sabe que debe ayudarles si le
necesitan. Sabe que tiene deberes hacia ellos, y que también tiene derechos
frente a ellos. Firmes lazos de reciprocidad, de respeto mutuo, crean lo que
llamamos una comunidad moral. De ese tejido se alimentan luego las normas de
convivencia, las leyes, la institución judicial. Naturalmente, un día uno
puede mentir o robar a un miembro de la tribu, pero eso suele despertar
remordimientos, sentimientos de culpa y deseos de reconciliació n. En
cambio, los seres que existen fuera del círculo no nos despiertan el menor
sentimiento moral; no son seres frente a los que tengamos responsabilidades,
sino sólo instrumentos que usar, esclavos que explotar.

Eso era así para nuestros antepasados cazadores-recolecto res, y los
antropólogos han podido comprobar que sigue siendo así en las culturas de
cazadores-recolecto res que todavía sobreviven en algunos rincones del
planeta. El origen de nuestra moral es tribal, y el problema es que cada uno
de nosotros sigue pensando la moral en términos tribales. Seguimos pensando
en términos de los nuestros y los otros, los que incluimos y los que
excluimos.

Así pues, esa esquizofrenia moral en la que viven la mayoría de los seres
humanos tendría una explicación natural, biológica. Pero que sea natural no
quiere decir que sea insuperable. Al contrario, que conozcamos las raíces de
nuestro problema nos ayudará a vencerlo. Darwin era optimista y creía que
existía la posibilidad de un progreso moral, que las personas eran capaces
de ampliar voluntariamente su círculo moral. Y creía que, de hecho, a lo
largo de la historia de la humanidad se había producido un cierto progreso.
Con la sucesión de las generaciones, muchos de esos círculos morales se
habían ido ampliando más allá de la tribu para acoger a muchos más seres. Se
trata de un progreso lento y difícil, pero Darwin creía ver que existía.
Nuestra capacidad para la reflexión, la educación, el cultivo de los
sentimientos morales, el viajar, conocer a personas de otras culturas, irían
convenciendo a las personas, en cada generación, de ampliar un poco más su
círculo moral.

En la historia de la humanidad, poco a poco, los límites del círculo se
extendieron más allá de la tribu para abrazar a una ciudad de miles de
habitantes, a una nación con millones de miembros, o incluso a toda una
raza, con miles de millones de personas dispersas en países distintos. En
ese proceso de ampliación, ha habido límites muy difíciles de superar. La
raza es uno de ellos. El sexo es otro. Hay un momento significativo en la
historia de la humanidad: cuando en el siglo XVIII los colonos europeos
fundaron los Estados Unidos de América, fueron los primeros en incluir una
declaración de derechos humanos en la fundación de un Estado. Esos padres
fundadores eran intelectuales y políticos progresistas y tolerantes. Pero
los derechos que se concedieron eran sólo para los varones blancos de origen
europeo y cierta posición social. Los pobladores nativos de América eran
tratados como animales y se les regalaban mantas infectadas de viruela para
que murieran. Los negros eran objeto de comercio y esclavos en las casas de
los blancos. Las mujeres mera propiedad de sus maridos. Los animales
salvajes, cazados y exterminados. Las grandes riquezas naturales de
Norteamérica, preservadas durante milenios por sus pobladores originales,
comenzaron a ser destruidas.

Sin embargo, un siglo después, Darwin era optimista. Muchas personas
defendían ya la abolición de la esclavitud, algunas activistas por los
derechos de las mujeres comenzaban a ser escuchadas, e incluso nacía una
cierta conciencia ecológica. Darwin confiaba en que pronto toda la humanidad
quedaría abrazada por un solo círculo moral que nos uniría a todos, de forma
que cualquier ciudadano de cualquier país del mundo, fuera de la raza, la
nación o la religión que fuera, se sentiría afectado si cualquier otra
persona era tratada de forma injusta o sufría una gran desgracia.

La esperanza de Darwin pareció realizarse cuando el año 1948 la ONU promulgó
la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Muchas personas viven hoy
creyendo firmemente en esa universalidad. Aunque basta con mirar un
telediario para comprender que en la práctica esos derechos no se respetan,
al menos, podemos hablar de universalidad, y tenemos instrumentos para
exigir el respeto de esos derechos.

Darwin creía que, en un futuro próximo, el círculo uniría a toda la
humanidad, y que una vez eso se hubiera conseguido, el progreso no se
acabaría ahí. Sino que se ampliaría una vez más para acoger a todos los
animales. Hasta que no quedara fuera ningún ser capaz de sentir dolor.

"A medida que el hombre avanza por la senda de la civilización, y que las
tribus pequeñas se reúnen para formar comunidades más numerosas, la simple
razón dicta a cada individuo que debe hacer extensivos sus instintos
sociales y su simpatía a todos los que componen la misma nación, aunque
personalmente no le sean conocidos. Una vez que se llegue a este punto,
existe ya sólo una barrera artificial que impida a su simpatía extenderse a
todos los hombres de todas las naciones y de todas las razas. La experiencia
viene a demostrarnos, desgraciadamente, cuán largo tiempo transcurrió antes
de que miráramos como semejantes a los hombres que difieren
considerablemente de nosotros por su aspecto exterior y por sus hábitos. Una
de las últimas adquisiciones morales parece ser la simpatía, extendiéndose
más allá de los límites de la humanidad. (...) Esta virtud, que es una de
las más nobles que el hombre posee, parece tener su origen incidental en que
nuestras simpatías, al hacerse más delicadas y extenderse por mayor esfera,
alcanzan, por último, a todos los seres sensibles; pues una vez esta virtud
es honrada y practicada por algunos pocos individuos, se esparce por la
instrucción, por ejemplo, a los jóvenes, y concluye por formar parte de la
opinión pública." 1
Cada vez que ese círculo se amplía para vencer un obstáculo, se producen las
mismas reacciones de quienes están en contra de esa ampliación. El racista
que se niega a que las personas de color tengan los mismos derechos
reacciona de la misma forma que el machista que no quiere que las mujeres
puedan acceder al mismo puesto de trabajo. No quiere ser igualado al otro,
al negro, al gitano, a la mujer. Lo que le sucede es que siempre se ha
sentido superior al otro, siempre ha sentido que estaba legitimado a
maltratar, usar, despreciar, al otro, y no puede soportar ser igualado. Teme
perder un privilegio: el de su supuesta superioridad para despreciar y
maltratar.

"No nos gusta considerar nuestros iguales a los animales que hemos
convertido en nuestros esclavos." 2

Quieren un círculo lo más estrecho y reducido posible, como si la moral
fuera un club privado para varones blancos europeos ricos, que entre sí se
tratan con educación y esmero, mientras fuman puros en elegantes salones,
pero que cuando regresan a casa por la noche pegan a sus hijos, desprecian a
sus esposas, violan a la criada, y le pegan una patada al perro. Quieren ser
los únicos con derechos, y poder así dominar a todos los demás. Por tanto,
buscan a la desesperada razones contra esa ampliación del círculo. Se dice
que el indígena no es más que un animal, que las mujeres no tienen la misma
inteligencia que los hombres, que los animales no tienen alma… se trata
siempre de buscar una razón que permita justificar la superioridad de unos
sobre otros, el dominio de unos sobre otros.

*III*
¿Cómo podemos ampliar ese círculo?

En primer lugar, tenemos *buenas razones*: sabemos que los animales sufren
física y psíquicamente, y por ello deberíamos evitar causarles dolor.
También sabemos que ser crueles con los animales nos entrena en la crueldad
y a la larga nos hace crueles con los humanos, como defendían Tomás de
Aquino o Kant. Pero las razones, aún cuando las comprendamos, no siempre nos
conmueven, no necesariamente nos llevan a actuar de acuerdo con ellas.

En segundo lugar, tenemos *sentimientos morales*: la simpatía hacia los
otros, en la que se basa la optimista y vital filosofía moral de Hume, o la
compasión, en la que se fundamenta la filosofía mucho más pesimista de
Schopenhauer. Pero no todo el mundo posee en el mismo grado esos
sentimientos, y cuando no surgen de forma natural necesitan ser educados y
cultivados desde la infancia, lo que no resulta fácil.

La filosofía lleva siglos intentando cultivar ambos caminos, dando buenas
razones y tratando de educar los sentimientos morales. Pero el problema de
la filosofía es que no suele llegar a muchas personas; su lenguaje es
abstracto, difícil. A la mayoría de las personas les preocupan los problemas
filosóficos y hacen reflexiones filosóficas en muchos momentos de su vida.
Pero les resulta difícil acercarse a los profesionales de la filosofía, que
suelen manejar un lenguaje tan técnico como el de los médicos o los
abogados.

Ese es el dilema al que se enfrentó un buen día la filósofa Martha Nussbaum.
Nussbaum es una excelente filósofa estadounidense, de origen judío,
mundialmente conocida por sus libros sobre filosofía moral, el desarrollo en
el tercer mundo, o por sus colaboraciones con el economista Amartya Sen.
Nussbaum fue contratada hace unos años por la facultad de derecho de la
Universidad de Chicago con el encargo de que diera clases a sus estudiantes,
es decir, a los futuros abogados, fiscales, jueces, políticos, legisladores,
y les ayudara a desarrollar razones y sentimientos morales que les hicieran
ser más justos y sensibles en su trabajo. Esa es una gran oportunidad para
un filósofo, poder formar a las futuras generaciones que van a tener poder
para construir una sociedad más justa. Pero, ¿cómo se les enseña nociones de
moral a jóvenes de veinte años que están haciendo estudios durísimos, que
tal vez sólo aspiran a tener un buen trabajo con un buen sueldo?

Martha Nussbaum meditó largamente sobre esa cuestión, y al final, se
presentó el primer día a su clase de derecho sin llevar ni un solo libro de
filosofía. En vez de eso, llevaba una novela de Charles Dickens. No les dio
clases de filosofía, los puso a leer novelas. Sobre esa experiencia
educativa escribió después un magnífico librito titulado *Justicia Poética*,
publicado en 1995.

¿Por qué lo hizo? Porque el lenguaje abstracto de la filosofía sólo le llega
a la razón tras muchas horas de trabajo y tarda todavía mucho más en
llegarle al corazón. Mientras que una buena novela, igual que una buena
película, nos captura al instante la razón y el corazón. La literatura nos
abre la mente a un mundo nuevo, estimula nuestra imaginación, nos enseña a
ponernos en situaciones completamente distintas a las nuestras, hacer el
ejercicio de ponernos en el lugar del otro, comprender perspectivas
diferentes, experimentar sentimientos que no hemos tenido todavía en nuestra
vida. Con las novelas, los futuros abogados y jueces descubrían en los
personajes de ficción qué siente una persona inocente que es condenada de
forma injusta, qué siente una persona marginada por su raza o su religión.
Les hace ponerse en su piel, conmoverse por su destino. Aunque esos
personajes son irreales, son ficción, simulan individuos con nombre y
apellidos, con un rostro.

Contar historias es tan antiguo como la moral. Nuestros antepasados
cazadores-recolecto res se contaban historias junto al fuego. Durante
siglos, padres y abuelos han narrado a sus hijos cuentos y fábulas. Hoy nos
llegan a través de los libros, y también de las pantallas de cine, de
televisión o del ordenador. Los formatos cambian, pero contar historias
sigue siendo lo mismo. La ficción tiene muchas funciones, divierte, enseña a
soñar y a imaginar lo nunca visto, hace olvidar por un rato los problemas
cotidianos, pero también es un laboratorio donde experimentar sentimientos,
donde imaginar qué es el amor, la envidia, la injusticia, el dolor. La
ficción educa a la vez a nuestra razón y a nuestro corazón. De este modo,
las buenas historias son quienes pueden traernos la voz de aquellos a los
que hemos dejado fuera del círculo y hacernos comprender que sienten y
sufren como nosotros y que no merecen nuestro olvido. Necesitamos literatura
sobre animales y sobre la naturaleza. Necesitamos reunir todas las buenas
historias que ya existen, desde clásicos como *Moby Dick* de Melville, hasta
obras recientes como *Tombuctú*, de Paul Auster, *Gatos*, de Doris Lessing,
*Desgracia*, de Coetzee, o *El hombre que susurraba a los caballos*, de
Nicholas Evans, reunir todas esas obras y divulgarlas mucho más, conseguir
que las lean los niños, los jóvenes. Y más aún, escribir nuevas historias
que narren los problemas de los animales y de la naturaleza en la sociedad
de hoy. Más allá de las cifras o de los conceptos abstractos, necesitamos
volver a contar historias.

Marta Tafalla
Universidad Autónoma de Barcelona
Departamento de Filosofía

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